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Pasar a la Acción

Pasar a la Acción



 

De lo colaborativo a lo comunitario

 
Los portulanos del comienzo de la Edad Moderna llenaban los mares con dibujos de animales reconstruidos por la mano del cartógrafo a partir de los relatos escuchados en los puertos y recogidos por la tradición. Sierpes y anguilas gigantescas, ballenas feroces y malévolos krakens poblaban las grandes áreas oceánicas con la imaginación. En muchos de ellos hay un más allá. Un lugar que no solo es peligroso sino tenebroso.
El espacio de lo realmente ignoto, señalado por un escueto: «Más allá hay monstruos».

Las navegaciones y derrotas de los emprendedores se mueven siempre cerca de ese territorio de aguas profundas y probables naufragios. Hay monstruos allá. Se alimentan de la destrucción y el vaciamiento de los significados. Si escuchamos atentamente podemos oír el chasquido desagradable de sus mandíbulas cuando un emprendedor banaliza las palabras y tortura la sintaxis, cuando hace malabarismos para agradar, para gestar consensos contra natura -la innovación que no desagrada a alguien no puede ser innovación- para llamar la atención o simplemente para calmar los miedos del entorno. Al final, si los monstruos triunfan, una cosa bien puede convertirse en su contraria si conviene a la conversación. Todo es lo mismo y por eso nada vale nada. Para evitar el naufragio habremos saltado al mar.

Pocas palabras han sido tan atacadas y heridas por los monstruos como el adjetivo «colaborativo». Colaborativa resulta ser hoy una flota de ciclistas sin recursos que cobra pequeñas cantidades por llevar pedidos de comida rápida de los restaurantes a las casas. Colaborativo pretende ser el mayor mercado de alquiler de alojamientos turísticos del mundo. Y colaborativo parece ser el primer intento de crear una multinacional de taxis urbanos a base de torcer las regulaciones de las autoridades locales.
 
Evidentemente, todos los mercados, desde siempre, han producido la colaboración a partir de la competencia y todas las empresas no son más que conjuntos de contratos que aseguran una cierta continuidad y predictibilidad de la cooperación entre los que las forman. Pero no era eso lo que «economía colaborativa» quería decir.
 
El problema es que cuando las palabras dejan de significar, cuando se convierten solo en «significantes vacíos», dejan de servirnos para describir el mundo y conocerlo... y por tanto ya no nos sirven para tener un comportamiento moral. Por eso el primer compromiso del emprendedor tiene que ser con las palabras que guían su proyecto porque si no las defiende los monstruos devoradores de significados dejarán sin valor cuanto diga o quiera decir.

A lo largo de las páginas anteriores hemos recreado el marco social y económico que hace posible la «economía colaborativa». Es momento de dedicar, aunque solo sean unas líneas, a los valores que la pusieron en marcha, porque será su progreso tanto o más que el de su cuenta de resultados, la medida de su éxito.

Como vimos en un caso «histórico» como «Pasporta Servo», la economía colaborativa no nace para poder ocupar grandes inversiones bajo una excusa tecnológica ni para convertir en mercancías relaciones humanas que nunca habían estado mercantilizadas. De lo que se trata es de crear herramientas para que la interacción independiente de unas personas con otras mejore la situación de cada una y eleve la comunidad como un todo.
 
La economía colaborativa es, ante todo, un servicio a la sociedad que busca reforzar la colaboración entre pares, entre iguales, primando lo desinteresado y enalteciendo lo abundante.

No podemos acercarnos a la economía colaborativa pensando cómo darle un giro «cool» o «social» a algo movido por un objetivo diferente. En el centro de todo proyecto de economía colaborativa está la voluntad de resolver una necesidad o impulsar unas prácticas sociales mediante la colaboración y la cooperación. En el desarrollo de las herramientas para conseguirlo bien podemos optar por formas centralizadas y por formas de monetarizar «tradicionales»... o todo lo contrario. Mientras aseguren la sostenibilidad del proyecto sin comprometer su significado, benditas sean. Pero lo que es claro es que los únicos profesionales que deberían ver en el proyecto una oportunidad de obtener ingresos son aquellos que persigan trabajar en el equipo que sostiene la plataforma.

Si hay una parte de los usuarios -sean ciclistas, taxistas o propietarios de un alojamiento- que ven nuestra plataforma como un empleador o como un mercado que le ha de generar ingresos, ya no será colaborativa. Ya no habrá un objetivo común entre las partes sino un legítimo intercambio. Puede ser algo estupendo, puede tener un impacto social positivo, pero no será lo que decíamos pretender.

Un emprendedor debe tener claro para quien trabaja. El emprendedor de la economía colaborativa nunca debe olvidar que trabaja para su comunidad.​​​​

Antes de la comunidad

 
Tenemos ya una imagen de lo que nos trae el viento de los tiempos. La idea central es que la producción de valor es, cada vez más, un hacer que involucra a esos a los que hasta ahora llamábamos «consumidores», «clientes» o «público»; y en consecuencia, la distribución de ese valor tiene que tenerles también en cuenta.

Pero no hay un solo modelo porque, como vimos, tampoco hay una sola estructura de red. La forma de organizar e incorporar nuestra demanda al valor y su distribución va a depender de que espacio le demos a todas esas personas y, sobre todo, de cómo se organicen entre sí. El resultado irá desde el marketing a la comunidad. En el escalón más bajo, una relación entre uno, la empresa, y muchos tomados individualmente. Es decir, una red centralizada capaz de «fidelizar» a base promover comportamientos.

En el escalón más alto una relación entre muchos y muchos, entre pares, en el que la empresa es una mera plataforma que presta herramientas para que los «usuarios» creen el valor en sus interacciones mutuas. 
Una comunidad, es decir una red distribuida entre iguales. 

Y si ampliamos el foco y nos damos una perspectiva más amplia, aun podremos entender esas redes como un «corralito», convirtiéndonos en un centralizador y a nuestros clientes en una isla o permitir la aparición de un «entorno» en común con otras empresas y redes en una gran red descentralizada mayor que cada una de sus partes.

Empecemos por lo que seguramente sea lo más sencillo de imaginar. Somos una empresa tradicional. Alguien que vende ropa o muebles. Tenemos clientes a los que conocemos solo estadísticamente. Y queremos tener una relación más estrecha, colaborar con ellos, darles oportunidad de aportar valor y compartir parte de ese valor con ellos.

Grandes multinacionales como Ikea llevan décadas siendo verdaderos expertos en organizar actividades con algunos clientes: los más fieles, los más apasionados por la marca. Ganan ideas, obtienen feedback, generan imagen de participación. Pero el impacto es limitado.

Ikea no puede organizar eventos para los millones de clientes que tiene en el mundo. Ni siquiera habría espacio público disponible para éso. Así que sus directivos se preguntaron cómo hacer partícipes del valor a todos los clientes. Cómo hacerles valorar más los propios productos que habían comprado al punto de comprometerse con la idea de «circularidad», de reciclaje.

La solución, que comenzará en Alemania este año es sencilla: recomprar en bonos regalo los muebles usados vendidos por la compañía. Eso sí, pidiendo el ticket original. Ikea se inspiró en una iniciativa similar de la multinacional sueca H&M. Las tiendas H&M ni siquiera miran de qué marca es la ropa usada que le traen sus clientes. Ni siquiera la pesan ni comprueban su estado. Si llevas una bolsa de aproximadamente 5 kg tienes un vale de descuento de 5€ en toda compra superior a 30€. La iniciativa se llama «Se un reciclador de moda».

¿Es esto economía colaborativa? No. Es participación, reciclaje, involucrar al cliente. Son los primeros pasos, es una actitud, un perder el miedo, un contar con el otro. Un anuncio de lo que viene, de otra forma de hacer las cosas.
 

Casos específicos





Un gesto

 
En las páginas anteriores hemos visto cómo el alojamiento, el transporte, la hostelería, la producción de bienes de consumo y hasta la financiación pueden impregnarse de «lo colaborativo» de distintas maneras y con diferentes acentos. Hemos visto como la forma de la red y la existencia -o ausencia- de una identidad, pueden llevarnos a crear nuevos mercados -para los servicios y las cosas- o fortalecer comunidades de propósito entre las personas. Y en el medio, toda una gama de relaciones entre personas mediadas por cosas o saberes.

Podemos crear un mercado de clases de idiomas o podemos crear, como hace la aplicación para móviles «lingvu», un sistema de videoconferencias gratuito que nos permita charlar con hablantes nativos de otros idiomas que estén libres en ese momento... o hacer nosotros lo propio como nativos de nuestra propia lengua sin otro móvil que conocer gente.

La elección de ese punto en la gama de posibilidades va a depender de la cultura del país y de la ideología de la comunidad. Y los ejemplos son infinitos. Si queremos compartir objetos cotidianos, equipamientos, podemos crear siempre un mercado de segunda mano o un sistema de préstamo asociado a puntos, que como vimos es una forma de dinero, como hace la francesa mutum.com.

Pero si lo que queremos es dinamizar un barrio en realidad todo se nos transformará en herramientas para la comunicación. Y ahí nos dará igual incluso que aparezca el dinero y un mercado que se presenta como tal, como ocurre en la española tienes-sal.es, si lo convertimos en una opción más de las muchas cosas que podemos hacer con nuestros vecinos.

¿Al final cuál es todo el secreto de la economía colaborativa?
 
Dar herramientas para que quien se nos una, pueda compartir lo que tiene o lo que hace con otros de la mejor manera posible. Y esa mejor manera no es la más monetizable ni la menos. Es la que atienda mejor a lo que desean, sea establecer relaciones y compartir propósitos o intercambiar cosas.
 
Todo empieza con un gesto, una modesta invitación a la abundancia.