Antes de la comunidad
Tenemos ya una imagen de lo que nos trae el viento de los tiempos. La idea central es que la producción de valor es, cada vez más, un hacer que involucra a esos a los que hasta ahora llamábamos «consumidores», «clientes» o «público»; y en consecuencia, la distribución de ese valor tiene que tenerles también en cuenta.
Pero no hay un solo modelo porque, como vimos, tampoco hay una sola estructura de red. La forma de organizar e incorporar nuestra demanda al valor y su distribución va a depender de que espacio le demos a todas esas personas y, sobre todo, de cómo se organicen entre sí. El resultado irá desde el marketing a la comunidad. En el escalón más bajo, una relación entre uno, la empresa, y muchos tomados individualmente. Es decir, una red centralizada capaz de «fidelizar» a base promover comportamientos.
En el escalón más alto una relación entre muchos y muchos, entre pares, en el que la empresa es una mera plataforma que presta herramientas para que los «usuarios» creen el valor en sus interacciones mutuas.
Una comunidad, es decir una red distribuida entre iguales.
Y si ampliamos el foco y nos damos una perspectiva más amplia, aun podremos entender esas redes como un «corralito», convirtiéndonos en un centralizador y a nuestros clientes en una isla o permitir la aparición de un «entorno» en común con otras empresas y redes en una gran red descentralizada mayor que cada una de sus partes.
Empecemos por lo que seguramente sea lo más sencillo de imaginar. Somos una empresa tradicional. Alguien que vende ropa o muebles. Tenemos clientes a los que conocemos solo estadísticamente. Y queremos tener una relación más estrecha, colaborar con ellos, darles oportunidad de aportar valor y compartir parte de ese valor con ellos.
Grandes multinacionales como Ikea llevan décadas siendo verdaderos expertos en organizar actividades con algunos clientes: los más fieles, los más apasionados por la marca. Ganan ideas, obtienen feedback, generan imagen de participación. Pero el impacto es limitado.
Ikea no puede organizar eventos para los millones de clientes que tiene en el mundo. Ni siquiera habría espacio público disponible para éso. Así que sus directivos se preguntaron cómo hacer partícipes del valor a todos los clientes. Cómo hacerles valorar más los propios productos que habían comprado al punto de comprometerse con la idea de «circularidad», de reciclaje.
La solución, que comenzará en Alemania este año es sencilla: recomprar en bonos regalo los muebles usados vendidos por la compañía. Eso sí, pidiendo el ticket original. Ikea se inspiró en una iniciativa similar de la multinacional sueca H&M. Las tiendas H&M ni siquiera miran de qué marca es la ropa usada que le traen sus clientes. Ni siquiera la pesan ni comprueban su estado. Si llevas una bolsa de aproximadamente 5 kg tienes un vale de descuento de 5€ en toda compra superior a 30€. La iniciativa se llama «Se un reciclador de moda».
¿Es esto economía colaborativa? No. Es participación, reciclaje, involucrar al cliente. Son los primeros pasos, es una actitud, un perder el miedo, un contar con el otro. Un anuncio de lo que viene, de otra forma de hacer las cosas.